25 enero, 2012

Ciudadana del mundo


Si alguien me pregunta de dónde soy o a dónde pertenezco, la respuesta más aproximada y sincera a eso sería: me siento ciudadana del mundo. Como decía el cantautor argentino Facundo Cabral, ‘No soy de aquí, ni soy de allá’. Soy como un puzzle -rompecabezas- creado con piezas de diferentes países: mexicanas, italianas, inglesas, suizas y españolas. Tengo un poco de cada de una de esas culturas.

Es inevitable sentirme siempre extranjera en Europa. Estoy acostumbrada a ser la morena, la que habla con acento español, la latina -que seguro baila como Shakira-, la chica que viene de un país pobre y peligroso, la chica casada con un europeo y que dejó su país por amor a él, la chica que adquiere un bronceado dorado sexy rápidamente –cuando me comparan con una rubia alemana-, la chica que entra en varios estereotipos (como: la católica mexicana, la que seguro come mucho picante), la chica con origen indígena, la chica exótica…

Si estoy en México, se ha vuelto inevitable sentir que no encajo completamente. Es irremediable darme cuenta que con los años, veo menos a los amigos y paso más tiempo con la familia más cercana. Las redes se van acotando y quedan dentro de ellas los que realmente te importan y les importas. Hasta mi estómago me hace sentir como extranjera en mi propio país: ya no aguanto el picante, siempre sufro de gastritis si me atrevo a comer como cualquier mexicano promedio unas buenas enchiladas o unos tacos al pastor con todo. Mi piel también me hace sentir ajena cuando me dicen ‘Estas bien pálida ¿qué allá no te bronceas?’… pues no, el sol pega menos en donde vivo.

También es inevitable sentir el cambio cuando aterrizo aquí o allá. ‘Voy a cambiar de planeta'- le digo a mi madre cuando estoy yendo hacia el aeropuerto de la Ciudad de México para volar a Europa.

Porque ambos lugares son muy diferentes: la arquitectura, la comida, el café (aquí me gusta más), las calles, los olores, el idioma, los quesos, el agua del grifo, las clases sociales (aquí abunda la clase media, para resaltar tienes que ser muy rico), el acento, el chocolate, la idea de lo que es un 'espacio grande' (aquí se vive en espacios mucho más pequeños), la sonrisa de la mesera (en México te sonríen más), el internet (aquí es más rápido y menos costoso), la moneda, el pan, el color del cielo, la política, los cables de luz (aquí no ves cables eléctricos, son subterráneos), las estaciones del año (aquí son muy marcadas), las flores, la visión del mundo y de la crisis, la humedad, los parques, la seguridad (Padova, donde vivo, me parece hasta más segura que Ginebra, en Suiza), la altura, el transporte público, los horarios de los negocios… hasta los perros (aquí es rarísimo ver perros callejeros).

Pero el cambio más significativo para mí es estar sola (con mi esposo… pero sola). Sentir que mi familia, mi niñez y adolescencia, que mi cultura materna están lejos… lejísimos. Es como si me quitaran poder, energía, como si me quitaran una parte de mi cuerpo. Eso me hace más humilde, más insignificante, más vulnerable…

Nunca podré dejar de preguntarme, por ejemplo, cuando alguien me trata mal en un negocio de ropa o en una entrevista de trabajo: ¿Me trató así por ser mexicana? Esa, es una gran desventaja. Por mucho que me adapte a Europa, por mucho que hable alguno de sus idiomas, por mucho que ‘me parezca’ a ellos… siempre seré extranjera. Quizá la chica que me atendió en el bar sólo estaba de malas pero yo, caminando por la calle de regreso a casa, me estaré preguntando si fue discriminación por mi origen (y eso que nunca he sufrido el racismo que he visto hacia los de Europa del Este, los africanos o los musulmanes, que se ven y pueden ser ‘más diferentes’ que yo).

Sé que lo tengo más complicado: quizá nadie conozca la universidad donde estudié en México, quizá crean que en mi país regalan o compras los títulos de la universidad (lo he escuchado varias veces), quizá pida trabajo en una lengua que no es mi materna, quizá crean que vine aquí a quitarle trabajo a los europeos, quizá no les interese tenerme de amiga porque ya tienen su círculo de amigos desde hace años… etc, etc, etc…

¿La parte buena? Me hace esforzarme más -porque sé que tengo las cosas un poco más difíciles irremediablemente- y, cuando logro algo, lo disfruto más.

¿Cambiaría esa situación? No lo sé. No creo. Me hace más frágil y más vulnerable pero me enriquece porque me siento una ciudadana del mundo. Me hace sentir como una sirena que puede estar dentro y fuera del mar cómoda y tranquila: nadando y admirando los arrecifes, contando los barcos que pasan, haciendo castillos de arena, conociendo marineros y tiburones, extrañando… sin morir en cualquiera de ambos mundos.

19 enero, 2012

Comprar la despensa en el primer mundo





















He creado esta sección llamada ‘problemas del primer mundo’ porque quizá, cuando alguien lea algunos de mis dilemas en Europa, piense que vivo en una burbuja. Como dije, sólo trato de contar cómo es mi vida por acá.


En ‘el primer mundo’ el hambre deja de ser importante a la hora de escoger qué se come. La dieta se determina, normalmente, por influencias externas (y no por impulsos internos).

Cuando se va a un supermercado en cualquier país desarrollado, se ve una amplia variedad de etiquetas en los alimentos como Fair Trade, Soil Association, LEAF label, Stewardship Council… que apoyan el comercio justo, la comida orgánica, conservan el medio ambiente, promueven la agricultura o pesca sustentable, etc.

Entonces, algunas de las preguntas que me hago –aunque algunos se rían de mí- cuando voy al supermercado son: ¿Este queso viene de una cabra feliz? ¿Las hierbas que estaba comiendo habrán tenido pesticidas? ¿Será ético comer atún si he leído que está en extinción? ¿Estaré apoyando a una empresa local con mi compra? (prefiero productos locales y artesanales a industriales)...

Hace diez años, era fácil comer de forma consciente (bastaba con evitar los fast foods y contar calorías). Ahora es necesario saber de biología, métodos de agricultura sostenible y hasta conocer algo de economía para consumir de forma sustentable e inteligente. Tengo que aclarar que, aún aquí, ‘comer de forma sustentable’ se percibe como algo elitista porque es más caro y se puede creer que consumir productos orgánicos es un símbolo de estatus… pero yo me siento mejor conmigo misma y prefiero gastar en esto (que en otros ‘lujos’)…

Decido qué comer tomando en cuenta mis emociones, la imagen que percibo de mi cuerpo, el lugar en donde estoy comiendo, la publicidad a la que he sido expuesta –siempre y cuando la haya considerado honesta y que me de a conocer o me ofrezca un verdadero beneficio-, los valores éticos que pueda tener, etc. La comida no es sólo un combustible en este caso.

Primero hemos comido para sobrevivir. Después hemos racionado los alimentos durante las guerras. Luego hemos sido inundados por dietas diversas para adelgazar, estar más sanos, tener mejores defensas, ser más fértiles, etc. Después la industria ha comenzado a crear más productos alimenticios y más nichos. Y ahora muchos no dejamos de analizar los alimentos, ya que la comida refleja nuestra ética y estilo de vida.

Lo que comemos tiene un impacto sobre el mundo definitivamente. Los países ricos –donde su gente ya no come para sobrevivir- tienen la obligación moral de preguntarse si los alimentos son sostenibles, si los animales fueron bien tratados, si no se está ingiriendo hormonas o pesticidas, etc.

Claro, muchos pensarán: ‘No hay nada complicado sobre la comida. ¿Por qué se complican?´… y tienen razón, lo natural es bueno. La naturaleza no se equivoca, ya que los alimentos que hemos comido durante siglos no pueden ser tan malos… sólo que sí, mejor comer –y consumir- de forma responsable si podemos y si eso está en nuestras manos.
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